miércoles, 13 de mayo de 2009

En busca del sol (parte 3)

Pasaron 15 minutos, o quizás fueron 5, tal vez se trataba de un puñado de segundos. Y, por fin, el azul oscuro se disfrazó con una tonalidad más clara. La sangre aceleró su camino en nuestro interior, inversamente proporcional a la velocidad del tiempo. Cerré los ojos, rezando a cualquier ser divino en el que nunca había creído para que se cumpliera mi deseo. Cuando los volví a abrir, pude vislumbrar una ruidosa guerra que transcurría en silencio, en el horizonte. Un gris oscuro estaba a punto de fallecer bajo la espada del color azul cielo. Dejé escapar una sonrisa que no supe adivinar si era provocada por la alegría o el miedo. Pero mi esperanza crecía.
La expresión de la cara de George carecía de definición. Quizás era el más feliz de la faz de la Tierra, o incluso del Universo entero, o posiblemente era una felicidad escéptica, nihilista o incluso inexistente. Encarcelado por la duda, fijé mi mirada en él esperando una reacción. Y, en segundo que parecían horas, llegó. Llegó con forma de lágrima, que se caía dirección a una boca con forma de U invertida. Las nubes habñia aparecido para dar el golpe de gracia a los rayos de sol. Enmurallaron el cielo de nuevo, en contra de cualquier pronóstico metereológico, y su furia era tal, que nunca el gris de sus cuerpos había estado tan cerca del negro.
La segunda lágrima de George fue recibida con 3 relámpagos tan seguidos que parecían uno solo. Y tras la segunda, hubo 7 más, hasta que la presa que las contenía rompió y dejó que un embravecido río brotara de sus lacrimales. A su vez, una lluvia de dimensiones apocalípticas empezó a caer del cielo, y no tardó en reflejar el gris oscuro casi negro en cada centímetro cuadrado del suelo.

Aquel día Oporto registró las peores inundaciones de su historia. Fue tan catastrófico, que hasta 30 personas perdieron la vida huyendo de los improvisados e imprevistos torrentes que nunca antes se habían formado. Hasta que George no se calmó, el cielo tampoco lo hizo. Mi imaginación para compadecer al pequeño fue fulminada con el primero de los rayos. Yo también estaba triste, pero no osaba comparar mi estado con el de George. No podíamos salir del hotel por culpa del temporal, y George se pasó el resto del día mirando por la ventana. Intenté tentarle a que jugara conmigo a cualquier cosa. Pero fue imposible. Así que cuando ya terminé el desayuno, me estiré en la cama, mucho más tranquilo, y caí dormido en algún confuso momento observando a un inamovible George hablar en silencio con el sol, tal y como lo hacía su madre con él y conmigo.

Al día siguiente, tras el frustado intento, decidí que era mejor volver a casa, aceptar que no había solución, inventar un nuevo enfoque de la vida para George. No era bueno seguir alimentando su ilusión, no había nada que hacer. Imaginé que el tiempo se encargaría de cauterizar esa herida generada por la falta de sol y, con un poco de esperanza, quizás todo cambiaría en algún momento. Pero nadie podía saberlo.
No habíamos hablado mucho el día antes. Gastamos la noche mirando la televisión y leyendo. Cuando parecía que amanecía la mañana siguiente recogimos nuestras maletas y partimos de vuelta a Barcelona. Aún no llovía, pero el cielo estaba enmurallado por ladrillos de nubes, y nada azul bañaba nuestro techo. Cuando salimos de Oporto, ya en la autopista, George aplastó su mirada en la luna trasera del coche, y miró cómo nos alejábamos del horizonte, supongo que rescatando el recuerdo de la ilusión que dejábamos atrás, en la habitación del hotel, el día antes. Una hora más tarde, George gritó:

- ¡Para el coche! - Y eso hice, dando un bote por el susto. - ¡Mira!

Cuando pude aparcar el coche en el lado derecho de la carretera, miré hacia atrás. Ahí estaba, una poesía, mucho más bella que la que hubiera podido recitar el sol si hubiera osado aparecer ante los ojos de George. A varios kilómetros atrás, en una gruesa línea que aplastaba el horizonte, algo de azul mezclado en varios rayos de sol apuntaban hacia nosotros, atravesando las gotas de lluvia que íbamos dejando atrás, pintando el lienzo gris del cielo con 7 colores en forma de arco, de arco Iris. No era el sol, pero quizás era algo más bello. Era maravilloso ver como, a medida que la alegría y fascinanción de George, el tamaño del arco Iris y la fuerza de sus colores también lo hacían. Nos pasamos 3 cuartos de hora mirando el escenario de naturaleza que actuaba ante nosotros, como si estuviéramos bajo los efectos de un opiáceo, que en este caso era nuestra propia felicidad, y sobretodo la del pequeño George.
Podríamos haber permanecido allí hasta el fin del día, pero era peligroso. Así que metí al pequeño en el coche y reanudé el camino para buscar algún lugar más seguro a resguardo del resto de vehículos a 140 km/h. Pero no hizo falta. A medida que George alejaba la lluvia consigo mismo, el sol le regalaba nuevos rayos con los que arrastrar con él el arco iris y, aunque la estrella nunca aprecía, para el niño ya era suficiente.

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