viernes, 24 de abril de 2009

Clavos



Es posible que aquel día el cielo estuviera en su azul más brillante y claro. Es posible, pero yo no lo veía así, porque llevaba 3 meses añadiendo nubes en él. Y cuando ya lo habían tapado entero, decidí cubrirlas de hormigón. Aquel día veía rosas negras en todas las floristerías, cuervos en cada una de las jaulas de las tiendas de periquitos de las Ramblas. La gente vestía con túnicas demasiado grandes, oscuras, negras. Parecían llevar guadañas imitando a la muerte, y no había sólo una, la muerte me rodeaba. Aquel día se evaporó la última gota de felicidad que guardaba en mi caliz, y mi alma se secó. Se enquistó. El símbolo del sumar sólo restaba, los números siempre eran negativos, y la luz pedía clemencia antes que el verdugo de la desesperación alzara su espada para cortarle la cabeza. Los músculos de mis piernas se desunían y mostraban telarañas de cal, con moscas y abejas muertas atrapadas putrefactas. Llegué a casa, oscura, húmeda, fría, vacía. Un limón en la nevera y el moho verde reposando en 2 lonchas de queso. MIré al suelo tras cerrar la puerta.
"¿Cuánto tiempo más voy a aguantar así?" Quise creer en Dios, y sentí ganas de arrepentirme por los pecados que nunca había cometido. Quise creer en una vida más allá, porque la que estaba viviendo se desplomaba sin control ante mí. Nunca antes había llorado, y aunque deseaba poder hacerlo, también mis lagrimales estaban vacíos. Recité 3 palabras "feliz, feliz, feliz". Fui hacia atrás en el tiempo, hasta que me topé con un sólido muro que impedía acceder a los recuerdos bonitos. Di por supuesto que sería incapaz de derruir el obstáculo y reapareció el mismo miedo que me había acompañado hasta ahí, pero esta vez no venía solo, junto a él, la tristeza. Me desnudé y empecé a gritar hasta que sangraron mis cuerdas vocales y la tos interrumpió mi clamor. Escupí sangre de color rojo oscuro, más cercano al negro que al color de la pasión. Y no pude porque tampoco lo intenté tapar mis oídos a las palabras del miedo, porque la tristeza me había maniatado a la vez que falgelaba mis costillas hasta arrancar la piel y la fina capa de carne que las cubría. El miedo rajó mi vientre y extrajo con una chirriante risa mis entrañas, que golpeaban mis rodillas emitiendo un sonido de terror. El sol estalló en mil pedazos abriendo un agujero en el cielo de hormigón, y los fragmentos de plasma de su núcleo me señalaban y andaban en forma de gárgola hacia mi última mirada, y me quedé ciego. Por fin, todo era negro. Llegó mi momento. Mi corazón atravesó mi pecho sin piedad, rompiendo como una cuchilla afilada las costillas que lo protegían, noté ese dolor, y ese fue el último. A partir de ahí, la nada, el olvido, la desesperación y 10.000 clavos de plata oxidada y de cobre corroído me vistieron hasta que caí al suelo.

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