lunes, 23 de febrero de 2009

El país de los tontos

Un día más en mi rutina, y con el de hoy ya suman mil. Mis últimas vacaciones quedan tan atrás que requiere un gran esfuerzo recordarlas. Ni un solo día de fiesta, ni desconexión laboral alguna durante casi 3 años. Me he acostumbrado a ello y no me importa demasiado. Cumplo mis objetivos año tras año, y soy feliz pensando en los del año que aún no ha empezado. Mientras tenga juventud y energía, seguiré trabajando. Hoy, en mi rutina, salgo a la calle impaciente por no notar con mayor rapidez los efectos de mi dosis diaria de cafeína, zumo de naranja y 2 tostadas con mermelada de albaricoque y mantequilla. He dejado la cama por hacer por culpa de haber dormido 5 minutos más de la cuenta. La haré cuando vuelva. Vivir solo no exige cumplir a rajatabla todas las costumbres, aunque las cumplo siempre que puedo. No llueve ni hace sol, no hace frío ni calor, el ruido de los coches es el silencio de la ciudad de la que no he salido desde hace 20 años. Camino acelerado, a una velocidad que me hace pensar felizmente en el beneficio del deporte que representan mis pasos. Miro las fachadas de los edificios, ventanas abiertas, cerradas, oxidadas, pintadas con el polvo de la polución, y otras con textura astillosa. No hay sombras, no hay sol, no hay nubes, no hay lluvia.
Cuento mis pasos: 347, 348, 350 (ese vale por 2), mientras preparo el discurso de mi reunión de primera hora, tatuado en mis neuronas por una repetición realizada durante 2 semanas, con doble sesión de domingo. 405, 406, 407, 407, 407,... no hay suelo, ni un paso más. Me caigo, no hay impacto, sigo cayendo asustado, pero con una dosis igual de extrañamiento. Aún no hay suelo, no hay impacto, sólo la absorción de la gravedad. Mis ojos llevan cerrados un buen rato, demasiado, los abro, todo oscuro, no hay cielo, no hay sol, no hay luz, todo negro. Me detengo sin impactar. Simplemente estoy quieto. Oigo una voz "Buena mañana, sí!". El saludo viene acompañado de una puerta abierta por un hombre. Barbudo, calvo, gafas de sol sin montura, camisa del revés, pantalón sin bolsillos, zapatos sin suela, y un cinturón como corbata. ¿Dónde estoy?
"Perdí una vez las llaves por llevarlas en el bolsillo, desde entonces no llevo bolsillos, y tampoco llaves." me dice respondiendo a mi rara mirada. Me invita a entrar con un "Ya puede usted salir". No sé si entro o salgo, pero cruzo la puerta. Una sala sin techo, llueve. Los paraguas reposan en un colgador junto a los sombreros. 3 personas, una mujer, una chica y un niño, y el hombre de antes que sonríe a veces, y ríe otras, sentados encima de 4 mesas pequeñas, alrededor de una silla grande, que sostiene platos, cubiertos, y una bandeja llena de cáscaras de huevo. "Es hora de comer" me invitan dirigiendo sus miradas hacia una quinta mesita que queda libre.

lunes, 16 de febrero de 2009

El amigo que nunca se queda

Cada vez que viene, saluda y se va. Nunca lleva una gran maleta con sus pertenencias, simplemente una bolsa de mano y la ropa para marchar al día siguiente. Cada vez que puedo verlo a lo lejos, sé que no estará mucho tiempo. Así que me limito a disfrutar de él exprimiendo sus pensamientos, e intentando adivinar la manera de convencerle para que no vuelva a partir. Cada vez que aparece, recopilo los recuerdos de sus otras visitas, y las ordeno según la felicidad que me provocaron.
Pero al final, siempre vuelve a irse, y nunca me deja garantías de si volverá algún otro día. Así que lo espero de una manera especial, sin llorar su huída ni buscando en el horizonte del día a día, si es su siliueta la de quien se acerca.

La escalera de caracol

Y pasaron 3 años en los que la nada era lo más interesante que se atrevía a ocurrir. Historias que se repetían mes tras mes daban color a la cotidianidad. Mi mundo era estable, y me sentía seguro en cada uno de mis actos. Me había convertido en un engranaje más de la maquinaria social, y cumplía bien con mi función. Pero pasaban los días, tantos hasta llegar a mil y un puñado más. Fue entonces cuando apareció esa escalera de caracol. Ignoraba adonde llevaba, y opté por sentarme a meditar sobre el siguiente paso. ¿Debía seguir recto? O, por otro lado, ¿cambiar de nivel?
Miré, por primera vez en mucho tiempo, hacia atrás. Aún se podía ver con claridad el inicio, el lugar del que venía, pues ninguna tormenta de indecisión había llenado de polvo el trayecto recorrido. Noté una fuerza en mi mente que pedía un cambio, y al mismo tiempo me invadió el miedo. Una sensación casi olvidada y que muchas otras veces no me había llevado a buen puerto. Pero estaba cansado de no plantearme nada, y en un momento de cierta locura alcé mi pie para pisar el primer peldaño. El haber caminado durante tan largo periodo en línea recta sin bache ni obstáculo que esquivar había adormecido los músculos de mi pierna. Fue agotador poner ambos pies en el segundo peldaño. A punto estuve entonces de volver a tierra firme. Y fue ahí, invadido por un aplastante miedo, cuando oí su voz, deslizándose por la barandilla. No volví a dudar, a pesar del riesgo, fuera como fuese debía alcanzar el siguiente piso.

La puerta del final

Llegué al final del camino que había decidido coger algo más de un mes atrás. Una puerta de madera parecía esperarme. Antes de abrirla pensé sobre todo lo que había ocurrido antes de llegar. Había merecido la pena ignorar la oscuridad de algunos tramos manteniendo el paso firme hacia adelante. Siempre acababa habiendo luz. Y lo que la luz regalaba a mis ojos era perfecto. Pude volver a notar ciertos sentimientos que creía olvidados, incluso muertos. La vida volvía a ser vida, y no un mero trámite hacia otra experiencia mejor. Así que era totalmente justificada la ilusión que en aquel momento me invadía.
Agarré el pomo con fuerza y sonreí mientras se abría. Fue un momento que almacené en mi mente a cámara lenta, y con la sensación de que mil hormigas acariciaban mi piel con sus patas. Todo me decía que lo que me aguardaba al otro lado tenía que ser algo mágico.
Y fue una gran sorpresa. Pues la puerta daba otra vez al inicio del camino. Me resigné perdiendo todo lo bonito que ese camino me había dado. Tomé otra dirección, y deseé con todas mis fuerzas no volver a ver ninguna otra puerta.