lunes, 18 de mayo de 2009

Un viaje

Creé yo mismo el mar en el que ahora me hayo perdido y naufragando. Yo mismo abrí las compuertas que encarcelaban esas aguas. Construí mi barca con poco más que 4 tablas de madera del árbol de juventud, un mástil que era una rama del árbol de la ambición, y una vela tejida con algodón de las plantas de las ilusiones. Sin mirar atrás, y una vez lleno el desierto que cubrí con el mar de mis decepciones, embarqué, vislumbrando con los ojos de mi seguridad la isla desierta que decidí descubrir, poblar y proteger de los demás. Naufragué con la tercera tormenta nocturna, después de que las 2 primeras desgarraran mi vela y más tarde partieran el mástil en mil pedazos. Despojado de los frutos de la ambición y mis propias ilusiones, el azote del temporal me alejó poco a poco de los restos de mi nave, y me aferré a la última de las tablas del árbol de la juventud, hasta que, extenuado por viajar a la deriva y por los excesos de miedo, caí dormido ofreciéndome en sacrificio a la voluntad de un mar que, por exceso de bravura, empezaba a vaciarse. Ignoro cuánto tiempo transcurrió a mis espaldas hasta que volví a abrir los ojos, con la cuarta tabla totalmente agrietada interponiéndose entre la arena y mi brazo derecho.

Caminé como pude siguiendo la forma de la interminable playa. Ni un alma se cruzó en mi camino. Creí haber llegado a mi destino, mi isla, mi nuevo y perfecto mundo. Y sonreí por haber alcanzado el objetivo por el que decidí embarcar, a pesar de que la idea había dejado de ser ilusionante y ambiciosa durante el viaje. Pero lo había logrado.
Los años pasaron sin prestarles atención. Poco pude poblar, porque cada una de las semillas de la flor de los sueños que plantaba, moría inexplicablemente antes de madurar. Algunas crecían 10 centímetros, otras sólo asomaban un minúsculo simulacro de tallo. Pero ninguna de ellas llegó a florecer jamás.
Cuando volví a ser consciente del tiempo, miré en dirección al lugar de donde había venido. Y a través de los ojos de mi última esperanza, construí una pequeña barca con arcilla de la playa de la madurez y con hojas secas de las palmeras de la experiencia, y volví.

miércoles, 13 de mayo de 2009

En busca del sol (parte 1)

Ya lo decía la anciana señora Grass: "Ese niño es el culpable de esta tormenta". No le prestamos atención, pero tenía razón. Desde el día que nació George, no había dejado de llover. No había visto nunca el sol nada más que en la televisión, nunca había sido cegado por su luz, ni su piel había notado caricia alguna de sus rayos. Toda su habitación estaba forrada con fotografías y postales de paisajes adornados con la mancha blanca del sol. Su mente le había prohibido aceptar el gris como un color bonito, sus palabras preferidas eran azul y cielo, y su color preferido resultaba de la lógica combinación de ellas. En el fondo, no le gustaba ningún otro color. Era un niño tranquilo, obediente y cariñoso, pero diferente a cualquier otro con esas mismas virtudes. En Navidad no pedía videoconsolas, ni muñecos articulados. No ojeaba los catálogos de juguetes de los centros comerciales, ni se interesaba por los anuncios de la misma temática. Su carta a los Reyes Magos era año tras año igual, sólo pedía una porción de sol. Cuando tenía 3 años, lo pidió entero. Con 4 se conformaba con tenerlo para él un solo día. Y luego fue empequeñeciendo su petición, hasta conformarse con un pequeño trozo, del tamaño de un grano de arena.

Su madre le dejó a mi merced y cuidado poco antes que un cáncer le otorgara su última voluntad. De todos modos, también me habría convertido en su padre si ella no hubiera expirado. La identidad del auténtico padre no es relevante en esta historia, y pude intuir que era mejor para George no descubrirlo jamás según las palabras de Amanda. Y no insistí en averiguarlo. Simplemente me dijo: "Se llamará George, como George Harrison, que compuso la canción más bonita, Here comes the sun."
Nuestro plan de cada fin de semana era marcar en un mapa un lugar al azar donde pudiera haber sol. Subíamos en el coche y pasábamos el trayecto imaginando la manera de cazarlo en cuanto lo tuviéramos a tiro. George llevaba consigo un cazamariposas que decía que era mágico y que no ardía nunca, se lo había regalado un duende rojo que vivía en el núcleo de la Tierra. Por suerte no siempre llovía, pero nunca conseguimos cazar el sol.

En busca del sol (parte 2)

En una ocasión tuve que dejar a George con mi madre por cuestiones de trabajo. Era la primera vez que no compartíamos el fin de semana. No fue hasta aquel momento que recordé las palabras de la sra. Grass, porque tras muchos años volví a ver el sol, y quedé hipnotizado por sus ardientes soplidos hasta que la noche lo escondió en uno de sus bolsillos. Recordé que jamás había visto la cara de George bañada en el calor del astro rey. ¿Por qué no podía estar el pequeño a mi lado? Todo era tan extraño que decidí descubrir el motivo de ese misterio, con el objetivo de darle al hijo de Amanda por fin el único regalo que deseaba. Me obcequé con la idea de que ese año los Reyes Magos serían capaces de darle lo que pedía, costara lo que costara.

Busqué en los mapas metereológicos de Europa un anticiclón que asegurara la inexistencia de nubes. Ahí estaba, en Portugal. Pedí una semana de vacaciones en el trabajo, y fui a buscar a George al colegio con su maleta ya preparada. Me saludó con un "¿Dónde vamos?", y no supe qué contestar, así que simplemente le sonreí protegiéndole con un más que amortizado paraguas.

- No has traído el cazasoles mágico!!! - exclamó al mismo tiempo que lo hico un rayo.
- No te preocupes, te he traído uno nuevo con muchos más poderes.

Emocionado insistió en verlo. Pero le dije que no podía sacarse de la funda mágica hasta que el sol estuviera cerca. Y en el momento que se tranquilizó alegremente, dejó de llover, pero las nubes seguían ahí.
Conduje durante 5 ó 6 horas seguidas. Descansamos en una gasolinera cerca de Madrid y continuamos el viaje hasta que se hizo de noche. Por fin, las nubes desaparecieron, como cada noche, y George se quedó mirando la luna hasta caer profundamente dormido. Al llegar a Oporto lo cogí en brazos suavemente para no despertarle. Lo acosté en su cama del hotel, lo miré durante unos instantes, y solicité que el servicio de despertador nos avisara a las 6 de la mañana para enseñarle su primera salida de sol. Tardé en quedarme dormido, pues su sueño se había convertido en el mío, y la emoción mantenía mi mente intranquila. En algún incierto momento de la ya entrada noche, mis párpados se cerraron.

- George, ya es de día. - lo sacudí con delicadeza para despertarle en contra de su voluntad.

Me dirigí a la ventana, tomé aire, y corrí la cortina con esperanza. Ahí estaba el cielo, en una mezcla de azul oscuro y gris. Quizás eran nubes, o quizás era cielo. Los primeros rayos aún no habían salido de los bolsillos de la noche, pero no tardarían en hacerlo. Volví a llamar a George aumentando el volumen de mi voz, pero no me había dado cuenta que él ya estaba a mi lado mirando el horizonte con las mismas ansias que yo.

- ¿Tú crees que estará ahí?- me preguntó con un melancólico miedo librándose de las legañas que le impedían abrir bien los ojos.- Necesitaré el cazasoles nuevo.
Y mientras le daba el cazamariposas le contesté:
- No puede estar en otro lugar. Ahí nace el sol.

En busca del sol (parte 3)

Pasaron 15 minutos, o quizás fueron 5, tal vez se trataba de un puñado de segundos. Y, por fin, el azul oscuro se disfrazó con una tonalidad más clara. La sangre aceleró su camino en nuestro interior, inversamente proporcional a la velocidad del tiempo. Cerré los ojos, rezando a cualquier ser divino en el que nunca había creído para que se cumpliera mi deseo. Cuando los volví a abrir, pude vislumbrar una ruidosa guerra que transcurría en silencio, en el horizonte. Un gris oscuro estaba a punto de fallecer bajo la espada del color azul cielo. Dejé escapar una sonrisa que no supe adivinar si era provocada por la alegría o el miedo. Pero mi esperanza crecía.
La expresión de la cara de George carecía de definición. Quizás era el más feliz de la faz de la Tierra, o incluso del Universo entero, o posiblemente era una felicidad escéptica, nihilista o incluso inexistente. Encarcelado por la duda, fijé mi mirada en él esperando una reacción. Y, en segundo que parecían horas, llegó. Llegó con forma de lágrima, que se caía dirección a una boca con forma de U invertida. Las nubes habñia aparecido para dar el golpe de gracia a los rayos de sol. Enmurallaron el cielo de nuevo, en contra de cualquier pronóstico metereológico, y su furia era tal, que nunca el gris de sus cuerpos había estado tan cerca del negro.
La segunda lágrima de George fue recibida con 3 relámpagos tan seguidos que parecían uno solo. Y tras la segunda, hubo 7 más, hasta que la presa que las contenía rompió y dejó que un embravecido río brotara de sus lacrimales. A su vez, una lluvia de dimensiones apocalípticas empezó a caer del cielo, y no tardó en reflejar el gris oscuro casi negro en cada centímetro cuadrado del suelo.

Aquel día Oporto registró las peores inundaciones de su historia. Fue tan catastrófico, que hasta 30 personas perdieron la vida huyendo de los improvisados e imprevistos torrentes que nunca antes se habían formado. Hasta que George no se calmó, el cielo tampoco lo hizo. Mi imaginación para compadecer al pequeño fue fulminada con el primero de los rayos. Yo también estaba triste, pero no osaba comparar mi estado con el de George. No podíamos salir del hotel por culpa del temporal, y George se pasó el resto del día mirando por la ventana. Intenté tentarle a que jugara conmigo a cualquier cosa. Pero fue imposible. Así que cuando ya terminé el desayuno, me estiré en la cama, mucho más tranquilo, y caí dormido en algún confuso momento observando a un inamovible George hablar en silencio con el sol, tal y como lo hacía su madre con él y conmigo.

Al día siguiente, tras el frustado intento, decidí que era mejor volver a casa, aceptar que no había solución, inventar un nuevo enfoque de la vida para George. No era bueno seguir alimentando su ilusión, no había nada que hacer. Imaginé que el tiempo se encargaría de cauterizar esa herida generada por la falta de sol y, con un poco de esperanza, quizás todo cambiaría en algún momento. Pero nadie podía saberlo.
No habíamos hablado mucho el día antes. Gastamos la noche mirando la televisión y leyendo. Cuando parecía que amanecía la mañana siguiente recogimos nuestras maletas y partimos de vuelta a Barcelona. Aún no llovía, pero el cielo estaba enmurallado por ladrillos de nubes, y nada azul bañaba nuestro techo. Cuando salimos de Oporto, ya en la autopista, George aplastó su mirada en la luna trasera del coche, y miró cómo nos alejábamos del horizonte, supongo que rescatando el recuerdo de la ilusión que dejábamos atrás, en la habitación del hotel, el día antes. Una hora más tarde, George gritó:

- ¡Para el coche! - Y eso hice, dando un bote por el susto. - ¡Mira!

Cuando pude aparcar el coche en el lado derecho de la carretera, miré hacia atrás. Ahí estaba, una poesía, mucho más bella que la que hubiera podido recitar el sol si hubiera osado aparecer ante los ojos de George. A varios kilómetros atrás, en una gruesa línea que aplastaba el horizonte, algo de azul mezclado en varios rayos de sol apuntaban hacia nosotros, atravesando las gotas de lluvia que íbamos dejando atrás, pintando el lienzo gris del cielo con 7 colores en forma de arco, de arco Iris. No era el sol, pero quizás era algo más bello. Era maravilloso ver como, a medida que la alegría y fascinanción de George, el tamaño del arco Iris y la fuerza de sus colores también lo hacían. Nos pasamos 3 cuartos de hora mirando el escenario de naturaleza que actuaba ante nosotros, como si estuviéramos bajo los efectos de un opiáceo, que en este caso era nuestra propia felicidad, y sobretodo la del pequeño George.
Podríamos haber permanecido allí hasta el fin del día, pero era peligroso. Así que metí al pequeño en el coche y reanudé el camino para buscar algún lugar más seguro a resguardo del resto de vehículos a 140 km/h. Pero no hizo falta. A medida que George alejaba la lluvia consigo mismo, el sol le regalaba nuevos rayos con los que arrastrar con él el arco iris y, aunque la estrella nunca aprecía, para el niño ya era suficiente.