miércoles, 13 de mayo de 2009

En busca del sol (parte 1)

Ya lo decía la anciana señora Grass: "Ese niño es el culpable de esta tormenta". No le prestamos atención, pero tenía razón. Desde el día que nació George, no había dejado de llover. No había visto nunca el sol nada más que en la televisión, nunca había sido cegado por su luz, ni su piel había notado caricia alguna de sus rayos. Toda su habitación estaba forrada con fotografías y postales de paisajes adornados con la mancha blanca del sol. Su mente le había prohibido aceptar el gris como un color bonito, sus palabras preferidas eran azul y cielo, y su color preferido resultaba de la lógica combinación de ellas. En el fondo, no le gustaba ningún otro color. Era un niño tranquilo, obediente y cariñoso, pero diferente a cualquier otro con esas mismas virtudes. En Navidad no pedía videoconsolas, ni muñecos articulados. No ojeaba los catálogos de juguetes de los centros comerciales, ni se interesaba por los anuncios de la misma temática. Su carta a los Reyes Magos era año tras año igual, sólo pedía una porción de sol. Cuando tenía 3 años, lo pidió entero. Con 4 se conformaba con tenerlo para él un solo día. Y luego fue empequeñeciendo su petición, hasta conformarse con un pequeño trozo, del tamaño de un grano de arena.

Su madre le dejó a mi merced y cuidado poco antes que un cáncer le otorgara su última voluntad. De todos modos, también me habría convertido en su padre si ella no hubiera expirado. La identidad del auténtico padre no es relevante en esta historia, y pude intuir que era mejor para George no descubrirlo jamás según las palabras de Amanda. Y no insistí en averiguarlo. Simplemente me dijo: "Se llamará George, como George Harrison, que compuso la canción más bonita, Here comes the sun."
Nuestro plan de cada fin de semana era marcar en un mapa un lugar al azar donde pudiera haber sol. Subíamos en el coche y pasábamos el trayecto imaginando la manera de cazarlo en cuanto lo tuviéramos a tiro. George llevaba consigo un cazamariposas que decía que era mágico y que no ardía nunca, se lo había regalado un duende rojo que vivía en el núcleo de la Tierra. Por suerte no siempre llovía, pero nunca conseguimos cazar el sol.

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